No sé si os habéis dado cuenta, pero los códigos de buen comportamiento y estilo para las mujeres pasan por no hacerse notar: No debes reír muy fuerte, ni hablar muy alto, debes permanecer ocupando poco espacio, encogiendo los hombros, siendo lo más delgada posible (y sabes que siempre puedes serlo más…), cruzando las piernas y en general, “siendo discreta”. Para los hombres, es todo lo contrario, símbolo de fuerza y presencia.
Además de patriarcal, es tremendamente clasista, ya que si no cumples con todo esto se te tacha de “chabacana”, que viene a ser lo opuesto a “mujer con clase” (aunque en mi opinión, las desclasadas son ellas).
Hace poco he descubierto que para saber andar con tacones, por lo visto no basta con calzarte unos tacones, mantener el equilibrio y avanazar a un ritmo razonable. Además de todo eso, tienes que hacerlo “sin que suenen”, sin hacer ruido, que es lo glamouroso, la imagen de mujer elegante. Para lo cual, hay que practicar. ¿Alguien me explica en qué lógica cabe un calzado que claramente es más ruidoso y que la lógica social del buen gusto sea “saber andar sin que suene”? ¿Y quién hostias tiene tiempo para practicar eso? ¿Y a quién hostias le compensa perder tiempo en esa chorrada? Eccola! Las mujeres ricas.
Lo cual aúna perfectamente el machismo y el clasismo: los hombres ricos muestran su estatus a través de la posesión de mujeres bellas, jóvenes y “bien educadas”. Bien educadas no quiere decir agradecidas, amables, o que saben pedir disculpas cuando toca. Bien educada quiere decir que sabes qué tenedor va con cada tipo de plato, qué vino marina bien con qué comida, y, por supuesto, andar con un libro sobre la cabeza y que no se te caiga. Y andar con tacones sin hacer ruido. Mientras que a los hombres, de traje, con esos zapatos que parecen de bailar claqué, no se les pide ni exige socialmente que el saber estar sea “andar de puntillitas”, o “no hacer ruido al pasar”.
No es que sea muy amiga de los tacones, pero (muy) de vez en cuando me da por ahí, sobretodo si no sabes si te van a tirar del garito donde se celebra un cumpleaños por el calzado. Y tú vas ahí andando y te suelta el compañero “si quieres, te puedo enseñar a andar con tacones; tienes que ir como de puntillas y así evitar que suenen; es todo practicar un poco”. Mensaje recibido número uno: por lo visto, yo no sé andar con tacones. Mensaje recibido número dos, por lo visto este jambo pretende que pierda tiempo de mi vida en esta idiotez de aprender a andar de forma aún más incómoda; Mensaje recibido número tres, ya, ya sé, que son cosas que por mucho que se lo curren y se trabajen el feminismo, acaban sacando esa imperiosa necesidad de enseñarte cosas, que encima ellos no utilizan, para que seas agradable a unos estándares sin jodida lógica ninguna, más que el ponerlo todo más difícil y despistarnos con tonterías, inventados por su género.
Pocas cosas hay que me gusten de los tacones, aunque me parece perfecto que las mujeres lleven lo que les de la gana y no por eso sean tratadas más o menos en serio. Pero una de esas cosas que me gustan de ellos es que suenen. ¿Que parezco el quinto de caballería? ¡Qué más quisiera el quinto de caballería dar la guerra que pienso dar yo! Y es que adoro el ruido de las mujeres. Oír las risas femeninas, oír sus voces opinando en asamblea, y sí, oír sus pasos cuando caminan.
No quiero que perdáis tiempo en aprender a que no suenen. No quiero que perdáis tiempo en hablar bajito, o en reíros suavemente. No quiero que seáis discretas. No quiero que perdáis tiempo en chorradas. Quiero que nuestros pasos suenen, quiero que sonemos. Quiero que sientan nuestra presencia. Quiero que hagamos ruido. Y quiero que al quinto de caballería se le compare con las mujeres cuando andan por la calle, porque van pisando fuerte y porque se hacen notar.